Dicen que han remontado el vuelo, que los artículos de lujo han empezado a venderse como antes de la recesión. Lo dicen los números, eso que llaman estadísticas.
Aunque parezca mentira, el lujo persiste en tiempos de crisis. No podía ser de otra manera. El lujo es sinónimo de exclusividad y gente exclusiva hay mucha; o sea, la suficiente para mantener una industria. Es bien cierto que las tres principales potencias demandantes de estos selectos objetos son Estados Unidos, China y Japón, pero también Europa y dentro de ella, en menor medida, España. Las cifras han cantado y no han desafinado. A saber: el mayor grupo de artículos de lujo, el francés LVMH, que cuenta entre sus marcas con Givenchy, Louis Vuitton o Dom Pérignon, ha anunciado un incremento de un 53% en su rentabilidad.
Diamantes, relojes, ropas y bolsos, además de coches, antigüedades y bebidas como el champán, están dentro de la lista de objetos del deseo de los más que pudientes. Los relojes son de los que se llevan la palma, ya se sabe, el tiempo, gran escultor. Así, la firma italiana Bulgari, más conocida por el público medio por sus perfumes, ha vuelto a las ganancias en el segundo trimestre de este año con un beneficio neto de 600.000 euros tras registrar 11,2 millones de euros en pérdidas el año pasado. Otra empresa que está de enhorabuena es De Beers, una de las firmas de diamantes de más prestigio del mundo, que registró un 84% de aumento en las ventas de piedras en bruto, hasta alcanzar los 2.600 millones de dólares, gracias preferentemente a la demanda de Asia. La francesa Hermès también ha incrementado sus ventas, sobre todo de sus codiciados bolsos, uno de los signos de distinción por antonomasia.
Pioneras
Burberry, una de las marcas de ropa casual de lujo de más raigambre, fue de las pioneras en recuperar el terreno perdido en el momento de más fragor de la crisis. En el tercer trimestre de su ejercicio fiscal, que concluyó el 31 de diciembre de 2009, había aumentado un 15% sus ventas. En total había facturado 434 millones de euros frente a los 376 obtenidos en el mismo período del ejercicio anterior.
Son cifras optimistas, sobre todo para una industria que también sufrió en los primeros momentos las consecuencias de la crisis económica y financiera cuando en otros períodos de vacas flacas se había mantenido a flote. El fantasma del famoso crack del 29 merodeaba por las grandes fortunas, pero el tiempo está poniendo todo en su sitio. En este caso al lujo, del que sólo pueden disfrutar (en el sentido tangible de la palabra) unos pocos. El lujo, le decía Enrique Loewe a mi colega Ana Calvo, es exclusividad. «Sólo existe cuando es escaso, cuando es propiedad de unos pocos. En el momento en que se banaliza, muere».
Pero el lujo de firmas como Loewe, Hermès o Louis Vuitton está también ligado a la herencia artesanal de sus artículos, al interés que desde el primer momento pusieron sus fundadores en perpetuar una tradición, que es la que le da carta de naturaleza a la marca. Ya no sólo es el logo, ese salvoconducto a la gloria de la divinidad de quien lo lleva, es la constatación de que cada producto es genuino, diferente y exclusivo. «Cuando se le habla de moda al presidente de Hermès, tataranieto del fundador, coge de debajo de su mesa de despacho una cartera, uno de los modelos más antiguos de la casa, y recuerda que sigue siendo número uno en ventas en Japón». Lo cuenta Marie-Claude Sicard en su libro «Lujo, mentiras y marketing», una obra interesante no sólo por su análisis del mundo de la moda, sino porque echa por tierra el concepto de «chovinistas» que tenemos de los franceses.
Perdurar en el tiempo
Pero, ¿qué es el lujo? El diseñador italiano Giorgio Armani lo definió de una forma certera: «El verdadero lujo perdura en el tiempo y hace abstracción de la moda». Es un lujo tener una maleta Vuitton, un bolso Hermès o un Loewe. Y es un lujo porque además de ser un artículo realizado con el esmero de lo hecho a mano, lleva implícito una leyenda que lo mitifica. Por regla general, las grandes firmas señeras del sector tienen su origen en un taller familiar, donde los antepasados de los actuales propietarios -si no la han vendido a una multinacional-, se esforzaban por realizar piezas diferentes a los demás que han llegado a nuestros días con la aureola de lo exclusivo. Un lujo que los expertos en rebautizarlo todo han camuflado bajo el vocablo vintage. Un vintage es una pieza que, a pesar de los años o precisamente por eso, conserva su lozanía, aunque suene a paradoja, en su vitola de calidad.
Un lujo, volviendo a Enrique Loewe, es un bien escaso, por eso quizás a tener tiempo libre, a respirar aire puro, le llamamos lujo. Pero el lujo es enemigo de la tendencia. El lujo tiene su propio camino y su propia tribu, aquella que se reconoce en un bolso, una joya, un coche o un champán. Esa selecta tribu que, afortunadamente para el sector, es obvio que suscribe la frase de Oscar Wilde: «No podemos permitirnos el lujo de prescindir del lujo».
Los excesos
Escribe Elyette Roux que «la lectura de cualquier diccionario etimológico que se precie nos revela que lujo deriva del latín lupus, procedente del vocabulario agrícola, que en un principio significó «el hecho de crecer a través» y más tarde «crecer en exceso», para luego convertirse en exceso en general y finalmente pasar a significar «lujo» a partir del siglo XVII». Ese lujo semántico se convirtió en lujo palpable con Paul Poiret, un pionero no sólo en despojar a la mujer del corsé, sino en predicar y además dar trigo. Este diseñador fue el primero que formalizó a principios del siglo XX la necesidad de que quienes trabajaban en su casa de alta costura deberían cobrar buenos sueldos, dado que si no vivían con cierta holgura económica les sería imposible entender el mundo del refinamiento y el lujo. Desde luego que a estos trabajadores no les hacía falta afiliarse a ningún sindicato.
7 comentarios
En los tiempos de crisis, el doble rasero en cuanto a la moral sale a la palestra. No está bien visto hacer alarde del lujo: se vacían los restaurantes de cinco tenedores y no suelen hacerse grandes ostentaciones retransmitidas. Eso sí, el lujo persiste. Es una marca imperecedera, por ser exclusiva. Dirigida a un pequeño grupo de la sociedad, ese a quien aparentemente lo único que debería temer, como Asterix y Obélix, fuese que el cielo se cayera sobre sus cabezas. Quizás haya lectores con memoria histórica que recuerde otra de esas crisis que preocupaba al público soberano, la de los años noventa. En esos días, también había paro, una economía en casi bancarrota y grandes manifestaciones de gente que luchaba por sus derechos laborales. Y además, derroche de lujo. Sucedía con la morada que Boyer y la Preysler mostraron al mundo como el paraíso terrenal. Un espacio grande, sin mota de polvo, música de aeropuerto y una espléndida organización. Un baño tan impoluto que las señoras podrían pasar sus mejores horas, como haría la propia Isabel Preysler, como perfecta anfitriona sirviendo a sus invitados con ferrero roche. El chascarrillo viene a cuento porque quizás, usted y yo, no perduremos, pero el lujo, sí.
Como muy bien nos dice la autora, el lujo marca distancias especialmente en tiempos de crisis. Algo parecido ocurrió con la comida. En tiempos del hambre, estar rellenito o incluso gordito era reflejo de un buen nivel social, esa persona se podía permitir el «lujo» de comer bien, o al menos comer mucho. Hoy, la situación se ha invertido y si recorremos nuestras ciudades con una visión sociológica, comprobaremos que el porcentaje de obesos se incrementa a medida que nos desplazamos a los barrios menos favorecidos.
En cualquier caso, como nos cuenta Clara Guzmán, los países en los que la demanda de estos productos es mayor son asiáticos y algunos europeos, es decir aquellos que ya están saliendo de la crisis, mientras aquí seguimos de hoz y coz en ella. ¿Hasta cuándo?
Me ha gustado este blog. Lo seguiré.
Saludos desde Huelva
Buen artículo. Muy documentado.
Interesante articulo.
Saludos desde Vigo
Bonito artículo Clara, tu si que eres de lujo guapa.
Besos
Hola Clara, me ha encantado el artículo. Y creo que como bien dices, es la voluntad en perpetuar un modo de hacer las cosas lo que confiere a un bolso, reloj, o vino el caracter de lujoso. Luego llegó el marketing que nos da, en muchas ocasiones, gato por liebre.
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