Londres bien vale una exposición, coger un vuelo «low cost» y plantarse esta vez en el Imperial War Museum para ver la muestra, curiosa muestra, «Fashion on the Ration» (Moda bajo racionamiento) o Moda de guerra, como esa economía de guerra que ha vuelto a nuestro vocabulario (y a nuestro día a día) en estos años de recesión. Si la moda, como yo la concibo, es un reflejo de la sociedad de cada momento, un conflicto bélico no iba a ser menos. La necesidad obra milagros y en época de beligerancia hay que adaptarse, echarle sentido común a la indumentaria y luchar por la prioridad esencial: sobrevivir. La exposición estará abierta hasta el 31 de este mes, así que aún hay tiempo de incluirla en la agenda de visitas programadas a la ciudad del Támesis.
Dice la historia que dos días después de que Alemania invadiera Polonia, el 1 de septiembre de 1939, empezó oficialmente la II Guerra Mundial. Londres estaba a punto de estrenar las nuevas tendencias de la temporada de otoño-invierno, donde la cintura de avispa era la estrella de las colecciones. Pero llegó el conflicto y hubo que adaptarse. Lo dijo Dostoievski, «el hombre es el ser que se acostumbra a todo». En la indumentaria de aquellos años se puede ver el espíritu de resistencia de los británicos, y su sentido práctico. Sentido práctico que también se tuvo en España durante nuestra guerra civil.
Pero esa es otra historia, que espero un día se vea reflejada también en una exposición. A ver si se anima alguno de los museos patrios, por ejemplo el de Arte y Costumbres Populares de Sevilla. Desde aquí les lanzo el guante. La ropa, según se desprende de lo exhibido en la muestra, era de todo poner; es decir, las mismas prendas se usaban de la mañana a la noche e incluso tanto en verano como en invierno, algo así como ocurre hoy, pero en la actualidad porque los tejidos se han suavizado y hay calefacción y aire acondicionado en todos los espacios cerrados.
Pero también me llamó la atención que el Gobierno británico «invitara» o fueran voluntarios a la fuerza, quién lo sabe, a destacados diseñadores del momento para que produjeran «colecciones prêt- à- porter» en grandes cantidades y a unos precios adecuados a la situación de penuria que se vivía. De esa época es también el traje de sirena o el mono, para entendernos. Hasta entonces era la prenda que se utilizaba en las fábricas, pero a la que vieron un gran sentido práctico. Sonaban las alarmas ante un ataque aéreo y todo el mundo la tenía a mano para ponérsela encima incluso del pijama.
También se pusieron de moda los turbantes y las diademas, debido a la incorporación de las mujeres a las fábricas para evitar accidentes y por cuestión de higiene. Otra cosa curiosa en la muestra son las máscaras antigás incorporadas a los bolsos de señora. Es verdad que el ingenio no conoce límites. Se pusieron también de moda los accesorios fluorescentes, debido a los continuos apagones de luz, así como los fulares con mensajes patrióticos. O sea, que el marketing no dejó de funcionar. Luego estaba la cartilla de racionamiento de ropa, que nos es familiar porque hemos oído hablar de ella a nuestros padres y abuelos.
Cada adulto recibía un número de cupones que debía entregar, junto con el importe de la prenda: once cupones para un vestido, dos para un par de medias, ocho para una camisa. Pero el Gobierno también intervino al crear la llamada ropa «utility» para controlar la calidad y los precios de una serie limitada de prendas. Y volvió a «invitar» a los creadores más relevantes para confeccionarla. El resultado fue minimalismo por necesidad. Por ejemplo, desapareció la doble botonadura y la vuelta en los pantalones de caballero. Una exposición que habla de la importancia de la indumentaria, incluso para elevar la moral de los ciudadanos en tiempos de guerra.