Cervantes, Shakespeare, Ortega y Gasset, Benito Pérez Galdós, Mariano José de Larra, Gabriel García Márquez, Tom Wolfe y tantos otros consagrados autores no han pasado por alto la moda en sus obras cumbres. Unos para dejar testimonio de las tendencias de su tiempo y otros para certificar que el llamado negocio del siglo XXI es una disciplina más del arte
Mi amiga la pintora Reyes de la Lastra me alertó un día de cómo Shakespeare hacía psicología de la indumentaria en su Hamlet. Han pasado más de 400 años de aquel atinado consejo de Polonio a su hijo Alertes cuando éste emprende su viaje a Francia, y sigue tan vigente como el que hoy le daría un padre cabal a su vástago. “Que tu vestido sea tan costoso como tu bolsa lo permita, pero sin afectación a la hechura, rico, mas no extravagante, porque el traje revela al sujeto”.
La guasa de Cervantes
Porque la moda, ¡ay, la moda!, tan vapuleada por unos y tan ensalzada por otros tiene su término medio, su sitio certero. Tal vez fuera nuestro filósofo patrio José Ortega y Gasset el que se lo dio cuando escribió estas palabras que parecían querer imprimir cordura a una materia tildada de alocada: “Digo, pues, que las cosas reputadas como las más serias marchan y varían regidas por el mecanismo biológico, esencial, de la moda, que así asciende a la ley profunda de lo real, y claro está que si es así, así debe ser. Pero, a la par, conviene añadir que las modas en los asuntos de menor calibre aparente – trajes, usos sociales, etc-, tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más…”
Superficial no era Miguel de Cervantes cuando nos ponía al cabo de la calle del atuendo que se llevaba en los tiempos de El Quijote, al que también revestía de su fina ironía. “Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas, que sólo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que a venir frisada descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, (…) por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres Faldas”.
(Anascote, para el curioso lector, es una tela delgada de lana asargada por ambos lados, mientras que canequí o caniquí es también una tela fina hecha de algodón, que venía de la India).
Y de la guasa de Cervantes, a la meticulosa descripción de Benito Pérez Galdós en su obra “Pasión por la moda” donde no disimula que se ha documentado con precisión matemática sobre los figurines y el argot de las señoras avezadas en tendencias. Para muestra este párrafo: “La casaca guardia francesa va abierta en corazón, con solapas, y se cierra al costado sobre el talle con tres o cuatro botones verdes…Aquí. Los faldones…, ¿me comprende usted? Se abren por delante…Así…mostrando el forro, que es verde como la solapa; y esas vueltas se unen atrás con ahuecador”.
La desmarcada
Sin embargo, la protagonista de “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez, no era precisamente una “fashion victim”. El escritor colombiano la paseó por el París de finales del XIX sin que cayera en la fiebre “marquista”, que ya empezaba a ser signo de distinción monetaria. “Fermina Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con ropas de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado en las Tullerías, en pleno invierno, para el lanzamiento de la colección de Worth, el ineludible tirano de la alta costura (…) Laferrière le pareció menos pretencioso y voraz, pero su decisión sabia fue arrasar con lo que más le gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de que el esposo juraba aterrado que eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades de zapatos italianos sin marcas que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry, y trajo una sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales”.
Quien no se asustaba de nada era el maestro del nuevo periodismo, Mariano José de Larra, calificativo que luego le endosarían al americano Tom Wolfe. Fígaro, del que cuentan las buenas lenguas, era un Petronio de la época, también escribió de modas, como luego lo haría su sucesor y usurpador de título en su hoguera de las vanidades. Con la retranca propia de Mariano José, salió publicado el 24 de agosto de 1834 en la Revista Española, el artículo “Modas”, excusa para utilizar como acerico a la sociedad de su tiempo. Ahí van algunos de sus alfileres: “Deseamos con impaciencia que la absoluta desaparición del cólera vuelva a traer al seno de esta capital las elegantes que el miedo nos ha robado (…) Vacíos casi los teatros, desiertos los paseos, suspendidas las sociedades ¿adónde iríamos a buscar la moda? Sólo podemos hacer algunas indicaciones generales acerca de los caprichos, más o menos fundados, de esa diosa del mundo, que así avasalla los trajes y peinados como los gustos y opiniones. Empiezan a estilarse los artículos de oposición: se aseguran que hacen bien a todos los cuerpos. Algunos se ven, sin embargo, que hacen tan mala cara al Estamento, como los ferronières de metal a las señoras, que las desfiguran todas y hacen traición a su hermosura.
En punto a calzado, solo podemos decir que lo más común es andarse con pies de plomo. Con respecto al talle, la gran moda es estar muy oprimido, tan estrecho que apenas se pueda respirar”.
Crónica de las modas y modismos en las postrimerías del XIX en España es también “La Regenta”, de Leopoldo Alas Clarín. Por Paco Vegallana, el marquesito,uno de los múltiples personajes del novelón de Ana Ozores, sabemos la indumentaria de un dandi al uso. “Vestía aquella tarde un traje de alpaca fina y de color garbanzo, chaleco del mismo color, de piqué, y calzaba unas babuchas de verano que Edelmira consideraba el colmo de la elegancia.” Horonato de Balzac, que dedicó mucha de su producción literaria a hablar de la moda, sentó cátedra con su particular visión de la elegancia, que para el autor francés era “la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace de la misma manera que ellos”. Claro, que como dejó para la posteridad Charles Dickens, “cualquiera puede estar lleno de animación y de buen humor cuando va bien vestido. No es ningún mérito”. El mérito es el de todo escritor que reconoce que la moda es un reflejo de la época en la que se vive, y no duda en incluirla en el reino de las letras. Las letras de la literatura.
3 comentarios
No creo que la moda sea un tema «superficial», como aparece en uno de los comentarios, es una manifestación cultural tan importante como otra cualquiera, un reflejo de su tiempo, desde todos los puntos de vista posibles. Es más, la moda ha aparecido representada en el arte desde la antigüedad. En el friso de las Panateneas del Partenón aparecía el peplo que vestían las jóvenes de la antigua Grecia y en los cuadros del Renacimiento, de Sánchez Coello o Tiziano, la moda del XVI. ¿Por qué no podía aparecer en la literatura? Es un tema tan loable de escribir como la filosofía, la física o la historia. Un saludo.
Querida Clara: coincido con el comentario anterior. Siempre es un placer leerte.
Hola Clara: Muy sorprendido de encontrar dentro de un tema ´superficial´como es la moda un adosado intelectual que permite, a los que no somos tan seguidores de la primera, entrar en ella de la mano de las letras y autores tan representativos.
Gracias por investigar por nosotros, informarnos y entretenernos.
Andres
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